El estremecimiento. La congoja. La sensibilidad a flor de piel. El desdén por las modas y los peajes de la industria. El compromiso genuino con el arte en mayúsculas. Todo eso encarna la británica Beth Gibbons, una de las artistas más emocionantemente escalofriantes del planeta, desde los tiempos de Portishead.
Vive en su mundo propio. En su burbuja particular. En una tierra de los sueños que apenas guarda paralelismo con ninguna otra estrella del firmamento pop, por mucho que en sus canciones más recientes – las del álbum “Lives Outgrown” (2024) – se puedan apreciar rastros de Kate Bush, John Cale o Radiohead. Muy diluidos, eso sí. Lo del trip hop se le quedó pequeño, por mucho que sus Portishead hicieran historia con aquella magistral triada que fueron “Dummy” (1994), “Portishead” (1997) y “Third” (2008). Prácticamente nadie es capaz de conjurar sobre un escenario un hechizo como el de Beth Gibbons, sacerdotisa de rituales laicos que tienen sus mejores salmos en las canciones de sus tres trabajos en solitario, ya sea el que hizo con Rustin Man (“Out Of Season”, 2003), el que hizo sobre la obra de Henryk Górecki (“Henryk Górecki: Symphony No. 3 (Symphony of Sorrowful Songs)”, de 2019) o el reciente “Lives Outgrown” (2024), uno de los más aclamados del año, provisto de una belleza sobrenatural.